Hoy por la mañana amanecí muerto, no literalmente pero poco faltó. Al menos fue lo que pensé al tratar de encender el teléfono. Por más que apretaba el botón no era capaz de hacer que aquello diera señales de vida. Todo cuanto soy metido dentro de 12,38 x 5,86 cm.
Decenas de direcciones de correo electrónico y cientos de números de teléfono en su interior. Un drama. Qué coño un drama, un putadón en toda regla. Años de relaciones y de trabajo para conseguir una agenda envidiada y codiciada por muchos.
El inicio de un calvario. Si no me acuerdo ni de mi número, el cual también tenía memorizado en el teléfono, cómo voy a ser capaz de recordar el de los demás. Media docena de profundas inhalaciones, una tortilla de prozac para desayunar y una ducha bien fría para aplacar los caldeados ánimos.
Ni una maldita copia de seguridad, con lo previsor que eres para otras cosas. Ni tan siquiera una mísera agenda como las de antes, aunque únicamente se utilizaran en casos de emergencia, puesto que sabíamos de memoria hasta el número de teléfono del vecino de enfrente al que nunca llamábamos.
El repudiado servicio técnico espera, y lo mejor será ir caminando provisto de una libreta. Así, si me cruzo con algún amigo o conocido le puedo pedir su número y, de paso, el mío.
“¡Uy, qué mala pinta tiene esto, señor!”. No sé qué me dolió más, si lo de señor o la mala pinta. Aunque probablemente presentara yo peor aspecto que el teléfono. Soltó de carrerilla la retahíla por todos conocida, rechacé un terminal de la época del pleistoceno y me sugirió encomendarme al Altísimo.
Regresé arrastrando los pies, como alma en pena que maldice su desdicha. Ausente, distraído y vencido. Renegando de mi falta de cautela. Pasadas unas horas, cuando entendí que no sonaría el “ding” del WhatsApp o del email, ni el ring del teléfono, me sentí incomunicado pero un poco más libre.
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