Lugares como el glaciar de Khumbu, en el Parque Nacional de Sagarmatha, en Nepal; el arroyo Piccaninny, en el Parque Nacional de Purnululu, en Australia; el archipiélago de Lofoten, en Noruega; o Jodogahama, en el Parque Nacional de Rikuchu-Kaigan, en Japón.
Todos ellos son lugares que se consideran, entre otros pocos, los últimos reductos de virginidad natural.
Escenarios que bien podrían incluirse en la indagación sobre lo sublime a nivel geográfico que Alain de Botton desarrolla en su ensayo El arte de viajar:
Pocas de las emociones suscitadas por un lugar son susceptibles de designación precisa con un solo vocablo. Nos vemos forzados a formar complicadas combinaciones de palabras con el fin de expresar aquello que sentimos al ver cómo se desvanecía la luz cierta tarde de principios de otoño o al encontrar un remanso de agua cristalina en un claro del bosque. Sin embargo, a comienzos del siglo XVIII, alcanzó prominencia un término con el que se hizo posible designar una reacción específica ante precipios, glaciares, firmamentos y desiertos sembrados de cantos rodados. En presencia de estos espectáculos, era probable que experimentásemos, y que contásemos con que nos entenderían al relatarlo más tarde, la sensación de lo sublime. El vocablo se remontaba a eso del año 200 de nuestra era, a un tratado Sobre lo sublime atribuido al autor griego Longino. (…) En 1739, el poeta Thomas Gray inició una travesía por los Alpes, la primera de numerosas tentativas tímidas a la zaga de lo sublime, y relató que, “en nuestra pequeña expedición hasta la Grande Chartreuse, no recuerdo haber avanzado más de diez pasos sin proferir una exclamación ante lo incomensurable. No hay precipicio, ni torrente, ni acantilado que no esté preñado de religión y poesía”.
Sitio Oficial Colin Prior
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