Voy a intentar que la rabia no me domine, a ver si lo logro. Después del suicidio de Amaya Egaña esta mañana en Barakaldo, cuando iba a ser desahuciada, he tratado de hacer un ejercicio de reflexión sobre esta puta mierda de sociedad en la que vivimos.
Imagino a un consejero delegado de La Caixa (banco que procedía al desahucio), al Director General, al Gerente de Zona o a cualquiera de todos estos fulanos que ocupan un alto cargo y trasladaron el caso a los juzgados para que procedieran a echar de su casa a Amaya y a su familia. Me los imagino en sus cojonudos despachos, recostados sobre sus cómodas sillas, con los pies encima de la mesa, pensando que la vida les sonríe ya que, por muy mal que vayan las cosas y por muchos pufos que dejen, ellos están en el bando de los ganadores.
Y así es, aunque nos duela reconocerlo. Porque hemos visto cómo el Estado les ha rescatado después de que su nefasta gestión nos haya conducido hasta esta situación. Porque hemos comprobado cómo el Estado hace tiempo que abandonó a las personas y se vendió al capital. Y porque la codicia es absolutamente insaciable.
Trato de imaginármelos ahora, habrán cenado caliente en algún restaurante de lujo mientras hablaban del magnífico fin de semana que van a pasar en aquel resort de la costa. Y me cuesta pensar que en su conciencia haya el más mínimo remordimiento, y si lo hubiera, deberían soportar la carga de la muerte de Amaya toda su vida.
Ahora el PP y el PSOE se echan las manos a la cabeza, dicen que estudiarán el modo de solucionarlo y piden sensibilidad a los jueces en la aplicación de la ley. Tiene cojones el asunto, cuando en España se ejecutan hasta 159 desahucios al día. Han tenido que quitarse la vida varias personas para que reaccionen, y veremos de qué modo. Y pregunto yo: si ahora encuentran una solución a este enorme problema, ¿por qué no lo arreglaron antes? Me temo que conocemos la respuesta.
Lo que no puedo hacer, ni tan siquiera por un momento, es imaginar qué tuvo que pensar Amaya para tomar una decisión como esa.
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