Cuando aquel psicólogo afirmó desafiante que me sobraban dedos de una mano para contar el número de amigos que tenía, no pude menos que mirarle con prepotencia. Casimiro, que así se llamaba, al percatarse de mi juvenil soberbia quiso matizar el verdadero significado de la palabra amistad. Al oírle, todos aquellos conceptos resultaron desconocidos para mí. Por aquel entonces no imaginaba que esa palabra entrañara más compromiso que ir al patio del colegio a pegar patadas a un balón o hacer el gandul por el barrio.
En aquella época estaba absolutamente perdido, no me hubiera encontrado ni aunque hubiese estado a solas en un salón repleto de espejos. Tras la matización, reflexioné un par de minutos y al instante se extendieron el índice y anular. Tan sólo quedaban tres para cerrarle la boca a aquel sabelotodo. Fue en ese mismo momento cuando me di cuenta de que sólo existían dos caminos: engañarme a mí mismo o renunciar a mi insolencia.
No fue una etapa sencilla, el paso del colegio al instituto supuso una desorientación inesperada. La protección dio paso al instinto de supervivencia, lo cotidiano a lo desconocido y la libertad de movimientos era una peligrosa falta de control para los estudiantes dispersos. Imagino que la adolescencia, por lo general, provoque este tipo de efectos.
Aquella visita, motivada por mi confusión y mis pésimos resultados académicos durante mi primer año de bachiller, supuso un punto de inflexión. Adelantó mi proceso de maduración, modificó mi perspectiva sobre las relaciones y me convirtió en un animal social.
Fue una especie de catarsis, un cambio en mi conducta. No es que antes fuera un huraño, ni mucho menos, simplemente comencé a darle un valor a las relaciones personales que desconocía hasta entonces. Comprendí lo que era el compromiso, la solidaridad, la empatía o la fidelidad. Supe que más allá de los partidos de baloncesto y de las tardes en la plaza del barrio existía un mundo de responsabilidad que estaba dispuesto a no abandonar.
Y eso he intentado hacer desde entonces, con cientos de errores, seguro, pero tratando de cultivar diariamente algo tan imprescindible y complejo como la amistad. Hoy, Casimiro lo tendría muy crudo al hacerme aquella pregunta, tras el del burladero y el pequeño moreno, saltarían como resortes unos cuantos dedos de las manos hasta verme en la obligación de tener que usar los de los pies.
A pesar de que Pio Baroja dijera: “El mayor número de amigos marca el grado máximo en el dinamómetro de la estupidez”. Quizás, debería haber visitado a Casimiro.
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