El domingo pasado, casi después de un año, volví a colocarme en una banda para dirigir un partido. Las circunstancias fueron bien diferentes a las vividas en años anteriores, distintas, pero no desconocidas. Llevo ya un tiempo acostumbrado a decirle al conserje que me abra la puerta de la sala donde guardamos los balones, el mismo que me ocupo de que no falte ninguno al final de cada entrenamiento. Siempre supuso una obsesión, hasta siendo profesional. Quizás, porque en mi niñez siempre fue un bien preciado y escaso.
Sustituí el traje y la corbata por el chándal, agarré las fichas de las que tiempo atrás se encargó un delegado, y porté las actas del partido, algo que siempre llevaron los auxiliares de mesa. Ayudé al conserje a mover las porterías de fútbol sala para que los chavales no corrieran aún más peligro al circular cerca de la línea de banda. Los chicos iban llegando y los límites del campo empezaron a estar poblados por padres, hermanos, abuelos y demás familia.
Entonces, empecé a observar que muchas cosas no habían cambiado, fue una especie de paramnesia, allí estaba yo, quince años más viejo, calvo (sin barriga, eso sí) y con canas en las sienes, recordando una vida olvidada. Alguien dijo: 'Creo que no habrá árbitros', a lo que otro mejor informado respondió: 'Vienen dos para el partido de los infantiles, así que, el de menor experiencia pitará a los alevines'. Menos es nada, pensé.
Allí llegó el chico, joven, agradable en el trato pero de pocas palabras y con aspecto de haber sido levantado de la siesta. Obviamente no había quien hiciera la mesa y aquel, no sé si por miedo a las faltas de ortografía o por una actitud que, en algunos casos, empieza a ser inculcada desde que se inician, no se hacía cargo del bolígrafo. Así que, con resolución tomé las fichas y rellené el acta.
La perplejidad aumentó cuando me dijo que, como equipo local debía poner a su disposición un cronómetro, menos mal que me dio por llevar un reloj que tiene la capacidad de desempeñar dichas funciones porque, de lo contrario, hubiera estado peregrinando por los aledaños del campo hasta conseguir uno.
Cape, a la sazón presidente del club, se puso a los mandos de la mesa. El chico dejó jugar, aspecto que agradecí enormemente. Lo más destacable del partido fueron, nuestras pérdidas de balón y mi inusitada paciencia en una banda. Todos jugaron dos cuartos, no diré que se divirtieron, la cosa no salió como nos hubiera gustado y hubo más de uno pendiente del chaparrón que nos vino encima que de recordar cuál era el pie de pivote.
El transcurso del partido supuso la confirmación de algo que ya sabía, queda mucho trabajo por hacer, muchos detalles por corregir, muchos fundamentos que enseñar, pero sobre todo, queda lo más difícil, conseguir que entiendan que con diez años el resultado es lo menos importante, que más allá de ésto se sitúan otros muchos aspectos que llevarán anejos esos réditos que ya desde tan jóvenes persiguen. Tengo la sensación de que tendré que tirar del manual de psicología infantil para evitar la desmoralización. Espero equivocarme, pero creo que, a esas clases, deberán asistir algunos padres.
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